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SUCEDIÓ ALLA POR 1911

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SUCEDIÓ ALLA POR 1911


Salvador Herrera Garcia

Fue en la esquina, al pie de la torre del reloj. En el mero centro de la villa de Catemaco. Ahí se encontraron los dos hombres una noche bañada de luna.

Un trasnochador que presenció el suceso, escondido entre los matojos del parque, contó que el hombre ensombrerado venía del barrio de arriba. Seguramente iba a pescar, pues traía un chinchorro, una canasta topotera y machete al cinto.

Sobre el encalichado muro de la torre se recortaba la sombra de otro sujeto, un militar. Era el Mayor Pérez, comandante de la guarnición, que deambulaba envuelto en su capote verde y con las manos en los bolsillos. A ratos, el rojizo destello del puro iluminaba su rostro y hacía brillar sus dorados galones.

Doce campanadas habían desparramado el reloj, cuando el del sombrero arribó a la esquina. Entonces el mílite escupió el puro y le salió al paso.

-¿Quién vive, paisano? –preguntó con voz ronca.

- ¡Un hombre cabal y pacífico! – respondió el ensombrerado, mientras colocaba en el suelo sus arreos de pesca y se ajustaba el machete.

El Mayor se le acercó. Con su fuete ladeó el sombrero del hombre y le dijo:

- Me gusta su cabalidad, paisano; pero no es de gente pacífica andar a estas horas sin motivo alguno –y señalando el machete, agregó:- y así... armado...

- Como le cuadre, jefe, pero mi machete no se discute –contestó el hombre, al tiempo que ponía la mano derecha sobre la empuñadura.

- ¡Tranquilo, paisa...! –Exclamó el mílite, dando un paso atrás- Se me hace que usté no es pescador... Me late que es de los que andamos buscando... Usté es de los alzados del tal por cual Carvajal...

Como respuesta, el del sombrero desenvainó el machete y se lanzó contra el Mayor; pero éste esquivó el ataque y de un puntapié derribó al hombre. Ya en el suelo, el indefenso recibió la ira del fuete y las botas del militar.

Calmado su arrebato, el Mayor se encasquetó el quepis, se abrochó el capote y desapareció entre la sombra de la torre. Después, cuando el reloj sonaba las doce y media, dos gendarmes recogieron al golpeado y lo llevaron a la comandancia.

El testigo agregó que no quiso ver más. Presa del miedo abandonó su escondite y, olvidándose de los gendarmes y de las jaurías de perros, corrió sin parar hasta su casa.

Al amanecer, los madrugadores se encontraron con una macabra visión: del árbol más frondoso del parque pendía un ahorcado... Era el pacífico ciudadano Abundio Catemaxca. Prendido al cuerpo destacaba un papel con la leyenda: “ajusticiado por rebelde y traidor al Supremo Gobierno”. Junto a la torre aún estaban el chinchorro, la canasta, el sombrero y el machete.

En el cuartel de San Andrés, cabecera del cantón, se recibió un parte enviado por el Mayor Pérez que informaba: “Cumplida orden superior, anoche fue aprehendido, sometido a juicio sumario y ejecutado, uno de los peligrosos alzados del sedicente general Carvajal, que operan en la sierra de Catemaco y alteran la paz pública...”.

Ese aciago día, en el barrio de arriba, bajo un mantiado, los vecinos le rezaban al difunto. Los corrillos referían la infamia cometida a un hombre pacífico, cuyo error fue transitar a una mala hora por la esquina, donde, embozada en un capote verde, lo esperaba la muerte.

Sucedió en el siglo pasado, allá por el año 1911.

©shg.


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