ORÍGENES
COLUMNA Del cronista… #Columnas
ORÍGENES
Del cronista…
Salvador Herrera García
Llegaron procedentes de tierras lejanas. Eran clanes de imprecisos orígenes. Tal vez remanentes de los antiguos olmecas, de asentamientos pipilis, popolucas totonacos o gente desplazada de sus lugares por la conquista española.
En agotadoras jornadas recorrieron los llanos de sotavento. Se adentraron en la intrincada selva tuxtleca, desafiando sus peligros. Muchos murieron presas del ocelote, del jaguar o picados por serpientes. La recolección de frutos, así como la caza de animales satisficieron su hambre. Abundantes y límpidos manantiales calmaron la sed.
Tras la selva encontraron el gran lago. Espejo de azogue, que reflejaba el rosto de la Chalchitlicue, ancestral diosa de las aguas, y la pureza del ambiente intocado, que estaba al cuidado de chaneques o tlaloques.
La pesca aseguraba la subsistencia. La tierra era buena, fructífera, rica en flora y fauna. El agua abundante y el clima benigno. Las noches eran azules, tachonadas de puntos luminosos. Y los días bañaban con pátina dorada los paradisíacos paisajes…
Desde tiempos primigenios, este esplendente panorama era vigilado por el Titépetl, cerro negro, imponente volcán que mucho tiempo después denominarían San Martín, en recuerdo del soldado de la expedición de Juan de Grijalva, que lo divisó por primera vez desde el mar.
En un paraje a orillas del lago se asentaron. Dicen que en Cacahuateno o en la Punta de la Pesquería. Y poco a poco surgieron las sencillos bohíos de cañas y palmas, inicio del primer poblado, al que luego con el transcurrir del tiempo, llegaron los peninsulares que trajo la Conquista. Entonces, el mestizaje cobró carta de naturalización en la comunidad.
Los pobladores se hicieron duchos en el arte de la pesca, en elaborar piraguas con la madera cortada en los bosques cercanos, surcar el lago, tejer redes y efectuar el lance preciso. Agricultores natos, labraron la tierra que, generosa, se prodigó en abundantes cosechas.
La vida del poblado era plácida, sólo a veces agitada por las cálidas “suradas”, las violentas “norteras”, las estruendosas “turbonadas” y los temporales procedentes del cercano mar. Y en contadas veces violentada por la furia destructiva de los huracanes, atemperada por las montañas circundantes...
A este pueblo risueño arrullado por el lago y sus paisajes llegó un día, tras sobrevivir a un naufragio, el fraile español Diego de Lozada. Su visita fugaz dejó a la comunidad la impronta de la fe mariana, simbolizada en la imagen de una Virgen que –según la leyenda- se apareció en un tegal o casa de piedra, y plasmó sus huellas en una piedra blanca…
Desde aquel día, cuya fecha ha olvidado la memoria, la Virgen del Carmelo desplazó a la diosa Chalchitlicue y presidió la vida del poblado, envuelta en una devoción y fama que han trascendido el ámbito regional.
Durante una erupción del volcán Titépetl, cuando la ceniza oscureció los días y gigantescas piedras volaron por los aires, la gente se encomendó a la Señora del Carmelo. Los daños provocados por el fenómeno telúrico fueron leves, entonces la imagen fue llamada también la Virgen del Volcán…
A este primigenio asentamiento, al que denominaron San Miguel de Acatemaco, llegaron migrantes de otros poblados… de Medellín, de Alvarado y Tlacotalpan. Era gente conocedora de los secretos de las corrientes y los vientos; hábil en el manejo de redes y piraguas, aprendido en las turbulentas aguas del rio Papaloapan y en mar abierto .Aquí se quedaron, fundaron familias y el pueblo los hizo suyos. Y son nuestros ancestros.
Al correr del tiempo, el poblado fue formando su traza acorde a la accidentada topografía…Anchas calles, estrechos caminos y callejones, rectos algunos, quebrados otros. La ermita de la Virgen, primero de cañas y palmas; después con muros de mampostería y techumbre de tejas…y al lado una minúscula torrecilla.
Las casas, de caña y zacate, de madera con techos de roja teja, muy escasas de calicanto…Y no faltaba el alero o corredor como extensión de hogar y protección contra las inclemencias del tiempo…Paisaje urbano que ya marcaba la característica sotaventina, identificadora de nuestros pueblos…
En las extensas y limpias playas, los pescadores calafateaban las piraguas y cayucos y esperaban el momento de hacerse lago adentro, donde el lance certero colmaría atarrayas y chinchorros de variados especímenes, que al correr del tiempo serían representativos de la gastronomía local…
Sobre el oscuro ocre de la tierra, en los valles y vegas resaltaba el verdor de los sembrados de caña de azúcar, frijol. Maíz y tabaco. Desde su trono, la Virgen del Carmen, al fin patrona del poblado, lo presidía todo y era dueña era de vidas y haciendas…
Y en tardes sabatinas. Por callejuelas y playones, alguna jarana desgranaría, con las notas de un elemental son, la herencia andaluza que llegó vía Tlacotalpan, Alvarado o Medellín a zapatear fuerte sobre la tarima, al calor del rasposo fajo de aguardiente o de afrutados toritos.
Era un pueblo de acuarela, fresco y transparente, reflejado en el cristal de su lago zafirino que a lo largo de su ribera regalaba la fresca sombra de majestuosos árboles y la dulzura de los frutos…
Y en derredor, la muralla verde de los cerros de Excuinapan, de Tío Luz, el Puntiagudo, el Gavilán, el enigmático Mono Blanco…y más allá el imponente y temido verde azul Titépetl o San Martín…
Así, el risueño Catemaco, pueblito de pescadores y campesinos fue modelando su pintoresca estampa y su idiosincrasia sotaventina.
© shg
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