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EL MEJOR SITIO...



COLUMNA Del Cronista… #Columnas

EL MEJOR SITIO...

Del Cronista…

Salvador herrera Garcia

Sin duda, los primeros habitantes de Catemaco eligieron muy bien el sitio donde establecieron su asentamiento.

El lugar era bello, abundante en caza y pesca, propicio para vivir. Terreno extenso, a orillas del lago, rodeado de montículos y frondas. Siempre refrescado por la brisa. Punta de la pesquería, le llamaron.

Al frente, hacia el sur se extendía el lago con sus azules e intocadas montañas ribereñas. Hacia el norte la serranía exuberante, que atemperaba los huracanes provenientes del Golfo. Al este, casi a tiro de piedra, emergía del lago, como un lagarto verde, una isla, Agaltepec, rica en frutos y fauna comestible. Y al oeste, limitado por playa de fina arena y majestuosos árboles, un dilatado valle donde posteriormente se asentó el poblado.

Pacífica sería la vida de esa elemental congregación dedicada a la pesca y al cultivo de la tierra. A este plácido poblado se uniría gente de otros lados, que llegaría buscando refugio y protección ante el embate de los conquistadores “blancos y barbados” que impondrían su dominio bajo el signo de la cruz y la espada.

La fertilidad de la tierra, la riqueza de los bosques y el apacible lago de generosa pesca aseguraban la supervivencia. Carrizo. madera y palmas en abundancia brindaban los materiales necesarios para los bohíos que poco a poco fueron dando forma al poblado…

La selva ofrecía los árboles para manufacturar las grandes piraguas, de una sola pieza, horadando los troncos con la acción de fuego o de elementales hachuelas de obsidiana.

Pronto el lago fue surcado por piraguas en faenas de pesca o de transporte y avío hacia otros puntos de la ribera. Aquellos antepasados pronto descubrieron la conveniencia del trueque y del intercambio de productos satisfactores. Así fue implantándose un rústico modelo de economía.

Un aciago día los primigenios habitantes conocieron la furia del volcán Titépetl, o “cerro de fuego” –luego bautizado “San Martín”, por un soldado de Grijalva. La erupción oscureció el cielo, cubrió los campos de cenizas e incendió las chozas. Entonces –cuentan las crónicas- llamaron al sitio “lugar de las casas quemadas”.

Y entendieron que tendrían que estar alerta ante los embates de ese tronante coloso verde azul que imponía su presencia amenazadora desde el noreste…

En los albores del siglo XVII a ese pueblo, ya mestizo, llegó un hombre barbado, pálido y famélico, vestido con un raído hábito religioso. Era el fraile Diego de Lozada, quien luego de mil peripecias y un naufragio que casi le cuesta la vida, logró recatar del turbulento mar una imagen de la Virgen del Carmelo que traía consigo, destinada a un templo lejano…

El religioso decidió no continuar su encomienda y dejar ahí la efigie, dentro de una gruta ribereña, escondida entre la exuberante fronda…

Y cierto día que ya es leyenda, unos nativos que por ahí pescaban descubrieron la imagen que pasó a ocupar el lugar de la ancestral divinidad Chalchiutlicue,. “la señora de las aguas”.

Desde entonces la Virgen del Carmen fue adoptada- quizás entre reminiscencias de la diosa prehispánica- como patrona del lugar. Y pronto su fama y devoción se extendieron a lejanas regiones.

Cobijados en la placidez de un ambiente paradisíaco y al amparo de una Virgen que fue traída de muy lejos, los primeros habitantes de este risueño pueblo de pescadores –nuestros antepasados- fueron escribiendo su historia, sobre la quietud del lago…

@shg.


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