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EL DERECHO A DECIR ADIÓS



COLUMNA Prosa aprisa #Columnas

EL DERECHO A DECIR ADIÓS

Prosa aprisa

Arturo Reyes Isidoro

Cuarenta y seis años después me pregunto si acaso ya nos alcanzó el destino.

Un hecho mortal provocado por la pandemia del coronavirus parece hacer cumplir una de las profecías de aquella inolvidable película futurista, distópica, Cuando el destino nos alcance.

Estrenada en 1974 presagiaba la sociedad del futuro, cómo sería en 2022. El tiempo se ha adelantado dos años porque en 2020 algo parecido a lo del filme se ha cumplido.

El jueves pasado los medios informaron que en el hospital San Carlos, de Milán, Italia, adultos mayores moribundos víctimas de la pandemia se estaban despidiendo de sus seres queridos mediante videollamadas.

Era tanto el número de casos que para evitar que se multiplicaran más a las personas que habían ingresado a los hospitales y que no tenían cura se les prohibía volver a salir y que recibieran visitas.

El director del hospital informó que muchos de ellos morían tristes por no poder despedirse de sus seres queridos, que tampoco podían viajar por la cuarentena.

El médico, de apellido Cortellaro, contó en una entrevista el dolor de las personas que se fueron en total soledad conscientes de la situación que se vivía.

Ante ello, miembros del Partido Demócrata en Milán tomaron la iniciativa de donar tablets (tabletas electrónicas) para que los abuelitos pudieran cumplir su deseo de despedirse mediante videollamadas. A ello terminó llamándosele “El derecho a decir adiós”.

El punto coincidente con la película es el uso de la realidad virtual a la hora de la muerte, de la pantalla, aunque en un caso es pequeña y en la otra gigante.

La película

Cuando el destino nos alcance fue filmada en 1973 en Los Ángeles, California, y estrenada un año después, en 1974. Está inspirada en la novela ¡Hagan sitio!, ¡hagan sitio! (1966) de Harry Harrison.

Los protagonistas principales son Charlton Heston (detective Robert Thorn) y Edward G. Robinson (“Sol” Roth, su amigo y ayudante, de la tercera edad).

La sociedad del futuro tiene como escenario la ciudad de Nueva York, habitada por 40 millones de personas, la mayoría en la pobreza que vive hacinada en las calles y en feos edificios.

El agua es un lujo, que solo se consigue en garrafas, como también lo son los alimentos naturales, las verduras y la carne, a la que solo tiene acceso la clase dominante, minoritaria, que también mantiene el control político y económico.

La masa se alimenta solo de dos variedades de productos comestibles: Soylent rojo y Soylent amarillo, de concentrados vegetales, pues los alimentos naturales enteros, tal como los conocemos, son solo para la clase privilegiada.

Para entonces la naturaleza ha sufrido las consecuencias de la industrialización, la contaminación y el calentamiento global debido al efecto invernadero (en el fondo, interpreto, era un llamado de atención a la sociedad de ese tiempo para prevenir esos efectos) por lo que los fabricantes recurren a otra opción.


Deciden producir entonces Soylent verde (ese es el título original en inglés de la cinta) con base en plancton, organismos que sacan del mar o de ríos.

En síntesis, el detective Thorn termina por descubrir que en realidad el Soylent verde se produce con cadáveres de seres humanos, que son convertidos en una especie de galletas, que se les vende a la población.

Pero hay una parte en la que “Sol” Roth decide morir (ante el hacinamiento se inducía a hacerlo a los adultos mayores y se aprovechaba sus cadáveres) para lo que existe la “casa”, un edificio con instalaciones especiales para el efecto.

Ahí se les da a beber una sustancia para ayudarlos. El fallecimiento sobreviene en veinte minutos, tiempo en el que el moribundo, acostado en su lecho de muerte, revive el paraíso natural que fue la Tierra, proyectado todo en una pantalla gigante (que con el tiempo se hizo realidad). Es un final de vida, si se quiere, placentero.

Los muertos de Italia, de 2020, también dejan de existir en una cama viendo una pantalla, aunque pequeña y despidiéndose de sus seres queridos, que al menos les da ese consuelo.

Hechos que marcan

Cuando leí la nota del jueves anterior me fue imposible no regresar en el tiempo a 1974, año en el que vi por primera vez Cuando el destino nos alcance, que he vuelto a ver varias veces más, el domingo la última vez en una versión ya remasterizada.

Desde un principio me impactó. La vi en la inolvidable Aula Clavijero, del Cine Club de la Universidad Veracruzana, en la calle Juárez donde estuvo el edificio inicial de la casa de estudios en Xalapa.

Acaso me impactó más porque entonces a duras penas sobrevivía debido a mi precariedad económica y pasaba hambre porque aunque ya trabajaba en el Diario de Xalapa su director y propietario no autorizaba mi pago (tardó cuatro meses en hacerlo y me pagaron hasta el quinto).

En mi juventud de aquella época me dije que no era necesario pensar en el futuro, como el de la película, para esperar a que hubiera hambre, a que se padeciera. Al menos en México toda la vida la ha habido y la sigue habiendo.

Esa es una epidemia a la que millones de mexicanos han sobrevivido aunque ahora hay una amenaza peor por letal si se contagia uno, aunque siempre queda la esperanza de que salgamos bien librados y no haya necesidad de llegar a la dolorosa despedida virtual, a través de una pantalla.

Ahora sí para el gobierno federal

Ahora sí, el gobierno federal determinó suspender sus actividades a partir de hoy, salvo las esenciales.

En la conferencia de anoche del subsecretario de Salud Hugo López-Gatell se dijo además que se espera que los efectos de la pandemia se prolonguen hasta septiembre u octubre con un pico en los meses de julio y agosto.

En Xalapa, al menos ayer, en un rápido recorrido por algunos puntos de la ciudad pude observar que buena parte de la población sigue realizando actividades como si nada y sin tomar precauciones.

Observé relativamente bastante gente en la calle y sobre todo en los centros comerciales donde a pesar de que han puesto en las entradas gel y papel para limpiarse las manos, la mayoría no los utiliza y el personal que vigila no obliga a nadie a que cumplan con la medida sanitaria. Muy pocos además usan mascarillas protectoras.

En ningún caso vi personal del ayuntamiento o del Gobierno del Estado que realizara labor de vigilancia sanitaria.


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